Estas fotos fueron tomadas durante el invierno de 2013 en la
puerta principal del Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez.
Allí, cada día, cientos de madres y padres llevan a sus hijos al
doctor. Muchos viajan varias horas para llegar, y concurrir al hospital les lleva
toda la jornada.
Cargan bolsos, alimentos, botellitas de agua, radiografías,
recetas... Visten a sus niños con la mejor ropa. Los abrigan, los retan, los
apuran, los abrazan, los dejan llorar. Traen juguetes y peluches que consuelan
y acortan las esperas. Asisten al ritual de la consulta al médico.
La puerta, alta y ancha, compuesta de dos enormes hojas, seguida
de una escalera de mármol, genera y subraya el pasaje entre la luz del día y la
luz de las salas de espera y los consultorios, entre el bullicio del tránsito y
las conversaciones apagadas y los llantos de los niños, entre el espacio
horizontal de la calle y el espacio jerarquizado del hospital.
Adentro, gente de guardapolvo dirá qué hacer, hablará de
diagnósticos, pronósticos y tratamientos. Afuera, payasos y vendedores de
globos, de chucherías coloridas, de café y facturas. Y justo en la puerta, en el
primer escalón, la foto, más cerca de la feria y sus atracciones que de la ciencia.
Esa puerta y la esforzada escalera son la frontera que divide a
la salud y la enfermedad, al saber del no saber y, a veces, al cielo del
infierno. Esa puerta marca el límite de lo que las madres y padres pueden
llegar a ver, conocer o hacer. En esa puerta termina un dominio y empieza otro.
Acá estamos, hijo, frente al dolor.
Y en el momento de
la toma fotográfica, sobreviene la pose, el gesto de mirar a cámara y de
ofrecer, aunque sea, la sombra o la mueca de una sonrisa, de mostrar al niño a
pesar de que esté dormido o tenga barbijo.
Un hijo es el anhelo de continuidad, la extensión más allá de este tiempo, de esta condición. ¿Y cuando el hijo enferma? ¿Cuándo algo no está bien? ¿Cuando le cuesta respirar o andar? ¿Cuando sus ojos se nublan? ¿Cuando la promesa es frágil o es débil?
Entonces, los ojos de las madres y de los padres piden al cielo.
Un hijo es el anhelo de continuidad, la extensión más allá de este tiempo, de esta condición. ¿Y cuando el hijo enferma? ¿Cuándo algo no está bien? ¿Cuando le cuesta respirar o andar? ¿Cuando sus ojos se nublan? ¿Cuando la promesa es frágil o es débil?
Entonces, los ojos de las madres y de los padres piden al cielo.
Vos ibas a ser más fuerte.
Vos iba a llegar más lejos.
Los mismos ojos, los mismos gestos.
Te prometo juguete, caramelos, una tarde con sol.
Prometo que haré la tarea, que me dormiré temprano.
Prometo que me voy a portar bien.
Prometo todo por vos.
Hasta desde el pasado prometo.
Ahogo el grito, rezo sin fe.
Sé lo mejor de mí.
Olvida lo que no pude.